Tomate
Todo comenzó en tierras sudamericanas, allá, en la zona costera de Perú. Allí los estudios arqueológicos ubican sus primeros cultivos y además, no en vano su nombre deriva de la palabra en nahuatí (lenguaje que hablaban los aztecas de América Central) “tomatl”.
Si son astutos, ya lo descubrieron: estoy hablando del tomate. Esa hortaliza que desde Perú viajó en 1519 a España atravesando el Atlántico.
Pero su llegada no fue al comienzo lo adecuada que debería haber sido. De hecho, en la primera mitad del siglo XVI, el farmacéutico y botánico Petrus Matthiolus catalogó al tomate como producto comestible y lo incluyó dentro de la misma familia de la mandrágora.
¡He allí el error! Pues la mandrágora era bien reconocida en aquella época como una planta tóxica. Y por extensión, desde principios del siglo XVII y durante dos siglos después, se creyó que el tomate era también un producto tóxico. Y aunque a veces se aplicaba con fines medicinales, su consumo estaba desaconsejado.
Pero claro, la confusión no podía durar para siempre. Los marineros del mediterráneo habían visto como en América lo comían, y lo comían sin cuidado alguno, al igual que el maíz o la patata. Por tanto, alguno lo probo… esperó y esperó… y a falta de enfermedad dedujo que no era nada tóxico.
Por fin en 1731, el tomate fue desmentido de su “toxicidad” y pudo darse entrada hacia el mundo gastronómico. Pero claro, los cambios suelen tener detrás a un responsable y en este caso quien limpió la reputación del tomate fue el botánico Phillip Millar. El mismo que bautizó a la hortaliza con el nombre científico “lycopersicon esculetum” (que significa comestible en latín).
A partir de allí y de a poco, el tomate se convirtió en protagonista de innumerables platos e ingredientes. Se generalizó en toda Europa por su sabor, su ductilidad y facilidad de cultivo. Para hoy ser ese amigo innegable de todo cocinero, capas de dar ese justo toque de sabor y color a cada plato.
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